EL INVESTIGADOR (primera parte)


Se abrochó la pistolera con el desgano habitual. No entendía muy bien los motivos que lo habían llevado a enrolarse en esa aventura justo ahora. De lo que estaba seguro es que la sucesión de hechos que desbordaban a los agentes de policía era algo insólito hasta ahora en Catalunya y sobre todo, en un cuerpo tan joven como el de los Mossos d’Esquadra. Para entonces estaba esperando respuesta a su posible jubilación anticipada, la que en vista de los últimos sucesos sería con seguridad denegada. Él, que se marchó de su Madrid natal para alejarse de ese tipo de casos, veía como la fortuna de tres años de tranquilidad le pasaba factura. Sí, hacía tres años que aprovechando las charlas de formación que daba en la escuela de policía autonómica había conseguido su traslado a ese cuerpo, sin que por esto perdiera su rango de inspector. También se aseguró de que la comisaría a la que sería destinado perteneciera a una ciudad ajena a los dramas de las grandes urbes. Todo este cambio no sólo respondía a su estabilidad psíquica, la automedicación había dejado de distraer, hacia mucho, la llaga sanguinolenta de su estómago. Aunque en algunas ocasiones Girona le mostrara su peor cara, desechaba al instante la idea de pedir destino en uno de esos pueblos solitarios del interior de Catalunya; necesitaba del anonimato de las ciudades. Exceptuando estas desagradables ocasiones, Vargas pasaba por sus mejores momentos. Ya de vuelta de muchas cosas, consideraba que la felicidad era la cotidianidad sin sorpresas, pero esto parecía haber cambiado de golpe y ahora, en el gabinete de crisis de los Mossos, se veía envuelto por las fotografías de las víctimas encontradas. Cuanto más las miraba, más se convencía de que algo se escapaba a su entendimiento.

Todo había empezado cuando el Conseller en Cap Joaquín Nadal, leyó un artículo de la prensa nacional en el que se reflejaban las coincidencias insalvables entre el asesinato del Raval y el de Girona. Enseguida el animal político que llevaba dentro, le dio la perspectiva de la catástrofe que se le avecinaba al nuevo gobierno autonómico. Su primer paso fue reunirse con toda la cúpula de los mossos. Cuando los tuvo delante, se percató que los más altos cargos de aquel cuerpo apenas rondaban los cuarenta, algo comprensible debido a la obsesión del gobierno anterior por crear una policía totalmente nueva, dejando de lado muchas veces a los veteranos pertenecientes a cuerpos del gobierno central. Hacer que buscaba mayor fidelidad a la autonomía catalana. Nadal enfocó la reunión con la suficiente cautela para no dañar el ego de los presentes, pero sin dejar de insistir en que, el que parecía ser el primer caso real de asesinatos en serie en Catalunya, debía ser llevado por un agente con experiencia en estos casos. Comprendiendo sus palabras, todos los presentes se miraron atónitos dejando entrever que en sus respectivas dependencias no conocían a nadie con aquella característica. Tras unos segundos durante los cuales Nadal sufrió una terrible angustia, se escuchó en la estancia un tímido carraspeo. Provenía del Jefe de Girona, tras haber conseguido la atención de todos los presentes. Cabezas se irguió sobre su asiento y con una voz suave pero contundente en su claridad, expresó que en su comandancia se había reinsertado un inspector de Madrid que había estado al cargo de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil (UCO), la más importante de España en criminología, pero cuya jubilación anticipada justamente se estaba tramitando ahora. Esas palabras ocasionaron, un discreto cambio en la comisura de los labios del sabido Nadal. Ahora, rodeado por las fotos de aquellos cuerpos, algo perturbaba a Vargas. No era el hecho de estar entre esas imágenes sangrientas. Él había tenido que llevar los casos más dantescos de Madrid. Aunque nunca se acostumbró, sí curtió su temple lo suficiente para que la visión de los muertos no enturbiara su mente. Lo que le acosaba era que su sexto sentido le advertía que había algo diferente en esos asesinatos y los que había visto durante su dilatada carrera. El objeto punzante utilizado en los dos casos era el mismo y según afirmaban los forenses, se trataba de un bisturí, instrumento que bien conocía, dado que el primer caso de homicidio que llevó en Madrid fue tan solo el inicio de una serie de asesinatos cometidos con ese instrumento. De esto ya hacía veinte años y aunque el Vargas de ahora no tenía mucho que ver con el de entonces, recordaba con complicidad la angustia que había sentido durante esas eternas jornadas en las que no había nada que hacer. Atascado en una investigación que sólo esperaba que en el siguiente crimen se cometiera algún error, la esperanza de encontrar una señal por donde empezar. Fue por aquellos años cuando comenzó a automedicarse con los ansiolíticos que le brindaban treguas necesarias para dormir, mientras tranquilamente el asesino estudiaba su siguiente bailarina.

Sí, por que sus víctimas siempre eran encontradas en posturas que imitaban momentos del ballet clásico. El homicida, temiendo que el rigor posmorten estropeara su obra, les rompía las articulaciones en pos de una elasticidad perfecta. Vargas siempre había carecido de la sensibilidad necesaria para entender algunas expresiones artísticas, y debido a su carácter pragmático, desconfiaba del exagerado egocentrismo de algunos creadores. Estos casos acabaron desvirtuando cualquier intento por comprenderlos. Reconocía que las atrocidades de su asesino eran fruto de una demencia totalmente ajena a la creación artística, pero íntimamente creía que en la búsqueda de la misma residía el germen que había desquiciado a ese individuo. Mientras los recuerdos del caso del Ballet seguían levitando por su mente, acercó su lupa a la imagen sin vida del joven peruano y observó vagamente los hematomas de su rostro. Con un movimiento imperceptible de su muñeca enfocó los primeros cortes visibles; eran profundos y limpios, en ellos se podía apreciar perfectamente el temple de su homicida. Esa manera de hacer le inquietaba, porque en ella delataba una cierta práctica, pero no había encontrado casos precedentes en los archivos de Catalunya. Lo peor de esos cortes era la falta de pasión, rabia o miedo, que siempre le habían servido para intentar ponerse en la piel del agresor. Era como si no hubiera sentido nada al acabar con esas vidas, en ningún momento se podía distinguir por la trayectoria un ápice de emoción. La frialdad con que se habían ejecutado era de una sobriedad espeluznante. No había duda de que el autor del asesinato del Raval era el mismo que el de Girona. El primero lo había seguido por la prensa ya que la jefatura de esa zona fue la que se hizo cargo. La víctima era un chico peruano, por lo que la noticia llegó a la prensa como uno de los ya comunes ajustes de cuentas entre bandas sudamericanas, pero después de los primeros días de investigación se descartó esta opción al verificarse la falta de cualquier vínculo entre esas pandillas y el joven inmigrante, el mismo que si estuviera vivo cumpliría hoy veinticinco años. El detonante de la muerte había sido un corte penetrante en el tórax izquierdo, según los forenses el resto de los numerosos cortes encontrados en su cuerpo habían precedido a la mortal incisión. El hecho de saber que no se había defendido daba una nota macabra al asunto, aunque después de encontrarse la notificación de repatriación que tenía en su bolsillo, se podía adivinar la causa para no luchar. La policía, además, estaba segura que su agresor era alguien conocido, dado que había tenido que estar muy cerca para ocasionarle esos tajos. Esto apuntaba a que la víctima confiaba en él. Por la ajena saliva encontrada en sus labios, se investigó la posible relación con círculos gays de Barcelona, pero tampoco se descubrió nada al respecto. Era de suponer que el asesino necesitaba, por encima de la confianza, la seguridad de su fuerza para acercarse tanto, por lo que el perfil con el que se trabajaba era el de un hombre fornido. El nerviosismo con que se habían llevado las primeras pesquisas y la falta de experiencia para este caso, se hacían latentes en la comisaría número veintitrés. El Jefe Samuel se negó a reconocer la importancia con que veían el caso sus mandamases políticos, condicionados por el miedo escénico que le tenían a la prensa. Aunque se intensificaron las redadas, se hicieron turnos intensivos y se investigaron a los presos que disfrutaban de permiso aquel día, no descubrieron nada. Sólo consiguieron llenar los despachos con declaraciones absurdas de vagabundos alcohólicos, putas enganchadas y acojonados moros. En tanto, los sospechosos habituales llenaban las carceletas de una manera preventiva. Por suerte para el comisario Samuel, el asesinato fue olvidado en pocos días por la prensa. Sí, todo parecía marchar sobre ruedas hasta que el periodista Pedro Escribano, que había cubierto el asesinato en el barrio del Raval, descubrió las coincidencias en el modus operandi entre éste y el inexplicable caso de Girona. Ahora Vargas tenía ante si el marrón servido, llegaba tarde ese reto, ya estaba cansado de luchar, ¿pero qué hacer? Estaba seguro que los catalanes no aceptarían que alguien cualificado del gobierno central llevara el caso, con lo cual él era el único que podía hacer frente a ese animal. ¿Pero, con qué fuerzas? Ahora que sólo quería descansar tenía que enfrentarse a un nuevo monstruo. Sabía que había algo más en esa reflexión, había miedo. Levantó la vista, dejó la lupa sobre la foto de la primera víctima, miró la del obrero y, con un tono que sonaba a súplica, preguntó a la imagen: ¿qué te contaron sus ojos? Su deber no era sólo con sus superiores, sino también con aquellos pobres diablos que podían ser los siguientes. Se sacudió la cabeza intentando convencerse de que el asesino del bisturí era su presa, un loco más que no tardaría en cometer un error, y él un sabueso experto que estaría preparado para ese momento. Sí, la mayoría de veces las cosas son más sencillas de lo que esperamos. El caso del ballet, que no había dejado de levitar por su subconsciente, lo trasladó a la tarde en que habían encontrado a la quinta víctima.

Unos trabajadores del alcantarillado municipal habían dado el aviso a la policía, la cual alertó de inmediato a la UCO. Estaba conectado a la emisora de radio de la unidad las veinticuatro horas, por lo que fue uno de los primeros en llegar a la escena del crimen. Además, había alquilado un estudio dentro de la zona en que operaba el asesino. La policía empezaba a acordonar el perímetro. La posición en que Vargas encontró el cuerpo no variaba mucho de los otros, sólo la palidez de su rostro delataba su presencia, mientras que el resto estaba cubierto por un manto de hojas secas que con seguridad serían como en los otros casos de lugares distintos. Le extrañaron los montículos formados, parecía que algo hubiera precipitado al asesino a abandonar la manera habitual con que cubría los cuerpos. Se puso los guantes y, controlando la ansiedad por encontrar otra anomalía que lo acercara al agresor, empezó a expulsar las hojas que cubrían a la joven. Lo primero que quedó al descubierto fue su pierna derecha. La emoción recorrió el cuerpo de Vargas, se podía apreciar perfectamente que esta vez la extremidad no estaba rota. Con un grito que parecía un alarido, ordenó a sus compañeros que cortaran todas las calles inmediatamente en un perímetro de un kilómetro. Cuando estos seguían aún estupefactos por la orden, acercó su oído a la boca de la víctima y escuchó el susurro de dios en la exangüe respiración de la muchacha. ¡Un médico, por Dios un médico, aún vive! Sin dar más órdenes, se levantó, quitó el seguro de su arma y, tras mirar a su alrededor, se encaminó en dirección a la calle más estrecha, alejándose del alboroto de los agentes que intentaban que la víctima volviera en sí, por temor a que pereciera mientras llegaba la ambulancia.

Texto extraído de la novela inédita "No tienes por que hacerlo" Jorge Maruejouls

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