La librería


Tuvo que esforzarse por vencer la tosca resistencia de la puerta. Dentro echó un vistazo y fingiendo desdén, se encamino a la sección de novedades para acariciar con su pulgar las relucientes portadas de las últimas publicaciones. Mientras su sexto sentido absorbía todas las miradas, miradas a las que desde joven estaba acostumbrado. Después de envidiar algunas portadas de los grandes sellos, se dirigía a las estanterías de los libros de bolsillo donde sacaba de su chaqueta una postal en la que tenía apuntada la lista de los que pretendía comprar ese mes. Siempre apuntaba más de los que podía leer, y sólo cuando los tenía delante escogía los cinco o seis que lo acompañarían a casa. Entregado a esa labor iba recibiendo saludos de las dependientas que se cruzaban con él. A veces hacía pausas para seguirlas con la mirada mientras se alejaban, saboreando cualquier cambio en sus cuerpos, aunque su mente se mantenía siempre fiel a una mujer que rondaba los cuarenta, que por lo que había deducido, era amiga de la familia propietaria y ejercía de satélite entre el almacén y los mostradores, dando pie en más de una ocasión a que Marc, aprovechando su situación de escritor publicado, accediera a aquellas profundidades con ella, buscando algún ejemplar descatalogado. Aunque en dichas profundidades, donde el polvo ahogaba historias escritas, se desnudaban con la mirada, jamás se atrevieron a decir algo que sus ojos gritaban.
Desde la primera vez que la había visto se había sentido atraído por ella, no es que fuera guapa, pero tenía algo que la hacía interesante. Tal vez serían sus ojos pequeños, reservados, llenos de una curiosidad contenida. Seguro que había concebido, pero su cuerpo no se lo reprochaba. Percibía que esos pequeños pechos habían alimentado ya, algo bien disimulado por los refuerzos de sus sujetadores, los cuales por otra parte no lograban ocultar el atrevimiento de sus pezones. Vestía con una naturalidad no exenta de elegancia. Sus labios discretos como toda su cara, se le antojaban prohibidos. El ver su rostro roto por el goce del orgasmo sería una delicia, ¿cómo sería esa expresión en una mujer blindada por una apariencia estática? La maravillosa posibilidad de absorber ese gesto más que el hecho de poseerla en si, lo cual se le presentaba hasta vulgar. Sí, en esa expresión residía el clímax, en poder saborearla, no en poder tragársela, sería un placer tan intenso que buscaría el sabor entre sus recuerdos durante mucho tiempo.
La librería donde el joven escritor se sentía tan cómodo, era en si el desorden idealizado en todo literato y lo mejor de todo era que se palpaba en sus paredes cubiertas de estanterías una vejez mimada, aquella que sólo saben dar los grandes enólogos. A tan sólo unos pasos estaba un grupo que reconocía como los iluminatis de Girona, sobrenombre que les había otorgado secretamente dado que, al coincidir con ellos en algunas ocasiones, había percibido su afán por mostrarse como conocedores de una verdad negada a los demás. El ansia elitista de ese grupo había caído en tal ridículo, que en ocasiones se llamaban entre ellos, con nombres del club Pickwick en remembranza de aquella infantil novela de Dickens, con la seguridad de que nadie reconocería a qué se referían otorgándose esos nombres, como si la obra de Dickens fueran los manuscritos del mar Muerto. Encorvaban su cuerpo exageradamente mientras hojeaban raros ejemplares de escritores poco conocidos, de vez en cuando lanzaban exclamaciones que se hacían sentir en toda la librería ante algo que habían leído, proclamando en esos versos la verdad absoluta de la literatura. Aunque no se podía negar que eran hombres leídos, Marc los consideraba obscenos en la forma y ridículos en el discurso. No obstante, siempre mantuvo alejada la tentación de mantener una conversación con ellos -que por seguro derivaría en un ataque directo a la fatuidad de su intelectualismo- debido al respeto que sentía por David, joven filólogo de exquisitas lecturas que trabajaba en la librería, al que le gustaba coquetear con ese grupo. Marc estaba seguro por lo que escuchaba en ellos que eran más de teoría que de práctica. Debido a su formación autodidacta sentía gran respeto por aquellos que habían estudiado literatura o filología, siempre y cuando ello fuera acompañado por numerosas lecturas y no sólo por las que la universidad obligaba. Él mismo se había tenido que ejercitar en no estancarse en el estilo o la época que más le gustaba, dando saltos en el tiempo y en los autores para que su escritura fuera rica en matices, con la máxima de que la lectura por encima de todo tenía que ser un placer. Así fue como desechó algunos clásicos al cabo de las cincuentas primeras páginas, aunque todos los críticos señalaran esa obra como indispensable. Había leído lo suficiente para tener su propio criterio, y se había cultivado lo necesario para que no lo echara atrás la riqueza del vocabulario de algunos escritores.
Por otra parte también se podía percibir que, si bien para Marc dichos personajes eran ridículos, él para ellos era un intruso en el mundo de la literatura. Siempre se habían mantenido expectantes por su quehacer entre las estanterías de los libros de bolsillo; en más de una ocasión había sentido cómo sus miradas escudriñaban entre los libros que iba apartando, a la vez que cuando reconocían uno, no ocultaban desdeñosas sonrisas. Sí, Marc era un intruso de obra publicada que por principios se negarían a leer, principios que residían en la cobardía de descubrir en él a un buen escritor. Ellos que con total seguridad no habrían pasado de algunos versos escritos en una libreta, la cual, indudablemente, mantenían oculta ante el pavor de mostrarla a nadie, pudiendo descubrir tras ello que sus letras no despertaban interés alguno. Sí, mirarían toda su vida esos escritos, los leerían y releerían hasta el agotamiento, se masturbarían ante el estancamiento de la página en blanco y morirían afirmando ser poseedores de una gran obra jamás mostrada -tal vez porque según ellos el mundo no está preparado para su arte-. Venga no jodan más, para ser escritor la primera regla es escribir.
Texto extraído de la novela inédita "No tienes porque hacerlo" de Jorge Maruejouls

2 comentarios:

Anónimo dijo...

BRAVO JORGE ES MUY CIERTO QUE PARA
SER UN BUEN ESCRITOR COMO TU LA PRIMERA REGLA ES ESCRIBIR, NUEVAMENTE
BRAVO, HASTA OTRA

SILVIA

Jorge Maruejouls dijo...

Me gusta que vuelvas leerme y sobretodo que sobrevivieras al verano. Un besote