Al abrir la puerta las voces que provenían de la sala me advirtieron de una nueva reunión, algo que ocurría con más frecuencia de lo que deseaba. Corrían los años noventa y compartía piso con algunos universitarios adictos a diatribas imposibles. Lo que no era habitual, era aquella desconocida que encontré absorta mirando los posters de mi habitación. Recuerdo como deposite mi bolsa de deporte ocultando tras un fingido enfado mi curiosidad. Ella ajena a mi mueca me recrimino que no se reflejara en las imágenes ningún testimonio del cine oriental, ansioso, permanecí en silencio esperando un supuesto discurso seudointelectual sobre la sensibilidad autista de Kim Ki Duk, los saltamontes karatecas y sus chirriantes gritos de Ang Lee y la variopinta gama de absurdos incomprensibles de Kitano, solo tal vez, si mencionaba a Kurosawa y su Dersu Uzalá se hubiera salvado de la despiadada puesta a punto sobre la realidad del séptimo arte que se atoraba en mi boca.
Sí, esperaba una parrafada fácil de desmontar, una parrafada más cercana a un estudio sociológico que pretende cubrir las carencias del arte que se defendía, como si el arte necesitara de una explicación añadida para llenar los recodos que su falta de belleza a dejado al descubierto, algo que para entonces me ocurría frecuentemente con la literatura africana y sus incansables defensores abotagados de antropología, como si sus circunstancias vitales les exoneraran para exponer su mediocridad.
Pero aquella desconocida volvió a romper las reglas sagradas de lo habitual y me empezó hablar de manera pausada sobre un tal Wong Kar-Wai, de la misteriosa mirada de Tony Leung, de la elegancia de Maggie Cheung, de la exuberancia que habitaba en los rasgos de Zhang Ziyi.
Cuando acabo de introducir sus palabras en mis oídos, caí en la cuenta que no me había mirado en ningún momento. Se marcho, mientras yo, si que la miraba, aunque de soslayo para mantener mi postura.
Al sentir desvanecer su presencia, me apresure a escribir los sonidos que aun recordaba, solo atine al más mencionado Kar-Way, pero el rotulador renegaba del deslocado orden de esas letras, la palabra escrita por primera vez se me mostraba cruda, ajena al papel donde reposaba, pero por lo mismo enigmática y llena de misterio. Me puse una camiseta limpia y fui a la sala en busca de más, pero para entonces todos habían marchado.
Como era de entender acepte el convite y me sumergí en un mundo que se me mostró despiadadamente exquisito, ahora recojo para vosotros amigos alguno de esos momentos con la esperanza que os acompañe una copa de vino y que esta sea tan suave al paladar como la garnacha chilena que endulza mis letras y mis recuerdos.
Encierran la ansiedad de la juventud, época difícil que pocos superan sin secuelas, la mayoría escapa con la ilusión de volverse encontrar.
La paz de la soledad, el miedo a que un roce desmonte la sabiduría que habita en ella, le despiadada reflexión del reflejo de una mirada, el universo estético de una sonrisa que puede socavar tu soledad mostrándote la fragilidad de tu propia existencia, detalles, solo detalles que forman el conjunto de una exquisita poesía en movimiento.
Sí, esperaba una parrafada fácil de desmontar, una parrafada más cercana a un estudio sociológico que pretende cubrir las carencias del arte que se defendía, como si el arte necesitara de una explicación añadida para llenar los recodos que su falta de belleza a dejado al descubierto, algo que para entonces me ocurría frecuentemente con la literatura africana y sus incansables defensores abotagados de antropología, como si sus circunstancias vitales les exoneraran para exponer su mediocridad.
Pero aquella desconocida volvió a romper las reglas sagradas de lo habitual y me empezó hablar de manera pausada sobre un tal Wong Kar-Wai, de la misteriosa mirada de Tony Leung, de la elegancia de Maggie Cheung, de la exuberancia que habitaba en los rasgos de Zhang Ziyi.
Cuando acabo de introducir sus palabras en mis oídos, caí en la cuenta que no me había mirado en ningún momento. Se marcho, mientras yo, si que la miraba, aunque de soslayo para mantener mi postura.
Al sentir desvanecer su presencia, me apresure a escribir los sonidos que aun recordaba, solo atine al más mencionado Kar-Way, pero el rotulador renegaba del deslocado orden de esas letras, la palabra escrita por primera vez se me mostraba cruda, ajena al papel donde reposaba, pero por lo mismo enigmática y llena de misterio. Me puse una camiseta limpia y fui a la sala en busca de más, pero para entonces todos habían marchado.
Como era de entender acepte el convite y me sumergí en un mundo que se me mostró despiadadamente exquisito, ahora recojo para vosotros amigos alguno de esos momentos con la esperanza que os acompañe una copa de vino y que esta sea tan suave al paladar como la garnacha chilena que endulza mis letras y mis recuerdos.
Encierran la ansiedad de la juventud, época difícil que pocos superan sin secuelas, la mayoría escapa con la ilusión de volverse encontrar.
La paz de la soledad, el miedo a que un roce desmonte la sabiduría que habita en ella, le despiadada reflexión del reflejo de una mirada, el universo estético de una sonrisa que puede socavar tu soledad mostrándote la fragilidad de tu propia existencia, detalles, solo detalles que forman el conjunto de una exquisita poesía en movimiento.
Esconder la soledad en historias fantásticas que faciliten la cruel mediocridad de tus días, ocultar tras la tinta los sueños.
Nunca pregunte a mis compañeros de piso por aquella desconocida.
Jorge Maruejouls
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