-¿Pinta usted?
-No en absoluto -le contestó sin perder naturalidad, pero la mirada de incredulidad del inspector ante la evidencia del olor a trementina, obligó a justificarse.
-¡Ah!, lo pregunta por el olor a disolvente, es que he limpiado unas herramientas que había desenterrado del garaje. Los cuadros que está mirando, los heredé de mi difunta madre. En tanto que el individuo decía esas palabras, Vargas, de pie ante otro de los cuadros, escribía el teléfono seguido de su rango. Al devolverle la estilográfica, le extrañó la manera supina con que recogía la pluma, como si se tratara de un pincel. Le miró a los ojos y vio la misma tranquilidad que no lo había abandonado durante toda la conversación, reflexionó y cayó en la cuenta que aunque le satisfacía ese hacer, nunca había sido recibido con tanta normalidad. La gente se desconcierta cuando un inspector entra en su casa. Era demasiado extraño para que pasara inadvertido, algo le decía que no se fuera aún, tenía la seguridad de que le decía la verdad, pero su serenidad lo había puesto en alerta. Sin decir nada, se acercó al más grande de los cuadros. Estaba en la pared principal de la sala, pero al dirigirse a él, pasó por el pasadizo que conducía a las habitaciones de la casa. Una vaga ojeada le bastó para que le llamara la atención un cuadro que yacía en el fondo y como si su anfitrión no existiera, se encaminó hacia la nueva imagen descubierta. Era tan difusa que en la distancia no alcanzaba a distinguir lo que representaba, pero un enorme magnetismo lo atraía hacia ella.
Mientras se acercaba, iba reconociendo con esfuerzos como cobraba una forma que le era familiar. El naranja y el amarillo se entremezclaban como color de base, mientras que las pinceladas que delimitaban la figura central se fundían cromáticamente con el fondo. Diferentes grises acababan de difuminar el cuadro dándole una impresión etérea. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se le corto la respiración al comprobar que el lienzo era la réplica de una bailarina. La misma postura en que se encontró a la primera víctima. Se le nublaba la vista y notaba como sus piernas le flaqueaban. Ahora estaba seguro que los ojos que sentía en su espalda eran los del asesino, de la misma manera que no dudaba que el vaso de agua consumido llevaba algún tipo de droga, sin saber por qué, tocó el lienzo con el pulgar comprobando que el óleo aún no estaba seco. Escogió no ralentizar su fin y en un intento desesperado, sacó su revolver justo antes de perder el conocimiento. Para su sorpresa, el individuo, en una posición estática, mantenía el bisturí en la mano. Parecía dudar sobre la posibilidad de salir indemne del crimen que estaba a punto de cometer. Pero Vargas no tenía ninguna duda, no estaba dispuesto a permitir que se convirtiera en un ratón de laboratorio, al cual por seguro, mimarían los médicos con la esperanza de encontrar dónde se distorsionaba su realidad. No iba a consentirlo, además, podría perder el conocimiento en cualquier momento y padecer la misma suerte que aquellas mujeres. Así que sin dirigirle palabra, le vació el cargador en el pecho. Cuando hubo gastado la última bala, recibió un aviso de radio; la joven había muerto camino del hospital. Escuchó en silencio, tras lo cual: -Solicito apoyo, agente herido, calle Balaguer 5 -soltó la emisora acompañándola en su caída.
Se frotó los ojos intentando huir de esos recuerdos que parecían haberse tatuado en su cerebro. Los asesinatos actuales habían ocurrido en lugares abiertos, por lo que sus primeras pesquisas fueron enfocadas a buscar posibles testigos y no en arrestos indiscriminados como había hecho la comisaría del Raval. Cada día iba a la calle Sant Pau a la hora en que había ocurrido el asesinato, esperando descubrir a alguna persona que hiciera ese recorrido en esa franja, era muy probable que alguien hubiera visto algo y por miedo a involucrarse no se hubiera presentado en la comisaría. La gente de estos barrios desconfía de la policía por norma. Pero no encontró ni una pista, se podía percibir tras el asesinato la efectividad del tan tan Barcelonés. Una calle apestada que si en anterioridad algunos transeúntes la hacían servir, estaba totalmente demostrado que pasaría algún tiempo antes que volvieran a ejercer su derecho a uso. Así fue que el séptimo día de guardia declinó esa táctica, pero en vez de volver a su piso de Girona, paró en el bar cercano para calentarse el cuerpo con un buen escocés, costumbre que había vuelto a hacer habitual desde que aceptó el caso. El hombre de rostro avinagrado que le sirvió, resulto ser de Madrid, por lo que al reconocer su acento se quedó a su lado buscando un tema de conversación. Media hora después, cuando el calor del tercer escocés lo rebozaba y las palabras del hostelero rebotaban en su somnolencia como el eco de sonidos ajenos, la palidez de una escuálida mano invadió el campo de visión reducido al marco de su trago. El efecto lívido de la misma era tal, que se podía adivinar el azul de sus venas. Cuando hubo desaparecido, un pequeño papel acompañaba su copa. Sin mirarle pudo sentir como el niño repetía la misma operación con los otros clientes. Sabiendo de lo que se trataba, dejó sobre el papel un euro, se giró para saciar su ociosa curiosidad y vio de espaldas la silueta del niño. Estaba demasiado delgado, aunque su apariencia aún era sana, inconscientemente se alegró de que ya no estuviera en el lugar del que hubiera venido, fuera el que fuera. Aquí, en este país de necios de memoria perdida, tendría una oportunidad.
Tras esta reflexión, cayó en la cuenta que mientras aletargaba, el camarero no había dejado de parlotear, así que haciendo un esfuerzo por ser amable, se interesó por el tema del que hablaba ahora, con el afán de dejar una opinión y marcharse a casa, cuando se percató cual era. Lo recibió como una desagradable sorpresa: -Antes teníamos que vérnosla con aquellos apestosos negros y sus relojes de mierda o esos putos moros cargados de alfombras, ahora tenemos esta nueva lepra. Vienen familias enteras del este a vivir a nuestra cuesta. Sí amigo, este gobierno de sociatas de mierda los alimenta con nuestros impuestos; sus hembras han tomado las carreteras, los hombres están todo el día viendo la manera de entrar en alguna casa a robar, y encima mandan a sus bastardos para que recorran bares y calles con sus papelitos explicándonos su mierda, como si nos interesara algo, y aunque así fuera todos sabemos que es una farsa. Todos llevan el mismo mensaje, deberían echar a todos estos “ácaros” (palabra en la que exageró el tono en alarde a su conocimiento).
Vargas tenía por costumbre ponerse en la piel de la persona que daba su opinión si esta no era acorde a sus ideas, pero el intento de entender los motivos de su paisano para odiar a los emigrantes solo acrecentó su rechazo hacía aquel. Él, había sido testigo de excepción de los estragos que habían ejercido en Madrid las nuevas mafias, mucho más cruentas que las autóctonas, pero también era consiente que gracias a la llegada de esa masa emigratoria, muchos parques donde antes solo se veía ancianos, ahora se inundaban con las risas de niños, niños que harían de la ciudad su hogar. Empleos que nadie quería ejercer debido al acomodamiento de la población, volvían a ser ocupados con una ilusión inaudita para una generación de españoles que no ha conocido el hambre. Sí, lo que veía era abundancia de gente de orgullo recuperado que llenaría su boca con la palabra España, siendo en verdad ellos y no los caducos de siempre, los que comprendieran el verdadero sentido de este espacio geográfico, sentido como una reunión de pueblos que luchan juntos por un bienestar común. Este raciocinio, en cierta forma incomprensible en una persona con tan poco mundo como Vargas, tenía su semilla en las mil historias que le explicó su abuelo, un exiliado gallego que tras haber ganado una guerra civil, se tuvo que enfrentar con algo peor que las trincheras “el hambre de su familia”. Aceptando como única solución emigrar a Alemania en busca del trabajo con el que alimentar a sus hijas y su mujer que se quedaron en Madrid. Epopeya que le negó ver crecer a su prole, con la recompensa de volver a su hogar con el futuro ya encausado por el sudor de su frente, gozando de una vejez rodeada de sus nietos, a los que claro está, no escatimó tiempo para contarles todas sus aventuras y penurias. Concienciándolos sin tener idea del futuro tan distinto que les deparaba el pasar de los años.
Cuando hubo escogido la manera más agria con la cual expresar lo que sentía por una persona tan xenófoba, esperó anhelosamente un respiro en la perorata de aquel detestable. Además ahora, el cansancio se le hacía presente en el peso de sus parpados, fue entonces cuando el camarero dirigió su discurso hacia el caso que investigaba: -Ahora que parecían haber desaparecido, por lo cercano del asesinato de aquel sudaca, con la obra donde se apilonaban al anochecer estos piojosos. Resulta que este mierdecilla sigue viniendo, yo ya le he azuzado el perro un par de veces, pero el cabrón es muy rápido y viene a mi bar a pedir cuando está lleno. Sabe que a los clientes no les gusta que lo eche y se aprovecha, pero algún día lo pillaré. Vargas, tras escuchar sus palabras, miró el lugar donde había depositado el euro. No estaba ni la nota ni la moneda, el muchacho había marchado. De golpe se descolgó de su letargo y dando un bote salió del bar a toda prisa. Miró a la derecha y a la izquierda, no vio nada. En su reloj eran las nueve, aún era pronto y el niño podía hacerse otro bar cercano. Pero no veía ninguno a la vista, decidió entrar y consultar al propietario por la dirección del más cercano. Cuando iba a hacerlo, descubrió que el detestable salía por la puerta de servicio continua a la suya: -Se te ha escapado el pequeño -una sonrisa lasciva enmarcaba el final de su frase.
La adusta del inspector fue suficiente para arrancar de aquel individuo aquella expresión.
-¿Cuál es el bar más cercano y en qué dirección está?
-Este es el único de la zona, el próximo queda a unos quince minutos caminando y le aseguro que mi compadre Alejandro, dueño del local, nunca deja entrar a estos parásitos, bien es sabido como a más de un emigrante que merodeaba la calle de su bar, le ha soltado el Rottweiler. Vaya perro, ese animal es de lo más noble e inteligente, mi compadre me ha contado, que cuando ve a un emigrante se pone atacado, es como si su olfato le indicara la porquería.
El desasosiego por haber tenido cerca a un potencial testigo, volvió a hundirlo en el letargo anterior. Mientras a su vera, el indeseable propietario retomaba su perorata, tan cercano a su rostro que lo bombardeaba con salivazos, aquel ser lo enfermaba, sabía que la regurgitación que sentía era el preámbulo a una noche de dolor. Le hubiera gustado sacudirse a ese individuo con un puñetazo, estaba seguro que debido a personas como esa padecía esos terribles dolores de estómago. Ellos eran los culpables de que su vientre se hubiera convertido en una bolsa sanguinolenta. No habían sido los asesinatos de Madrid, no, él ya padecía de esos dolores cuando patrullaba las calles, es más, estaba seguro de haber empezado a tenerlos en la academia, cuando tipos ulcerativos como el que tenía ahora a su lado, se habían salido con la suya. Tal vez, si hubiera sido capaz de atizarle a más de uno, hubiera aprendido a no tragarse la mierda que habría las yagas de su estómago. El camarero, por otra parte totalmente cómodo con su discurso, no cesaba en su inconsciente afán de desmantelar la paciencia de Vargas; la idea de arrearle volvió a pasar por la cabeza del inspector, pero la desechó por ridícula.
Le dio una tarjeta y con voz firme le ordenó: -Si vuelves a ver a este muchacho llama inmediatamente a este teléfono.
Tras leer en la tarjeta que el receptor de sus confidencias era un inspector de policía, se acojonó, e intentando recordar si había dicho algo que lo comprometiera, no se persuadió como Vargas se marchaba.
Texto extraído de la novela inédita "No tienes por que hacerlo" Jorge Maruejouls
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