En el final de cualquier año de los ochenta, en un barrio de Surquillo, hacíamos hogueras con todo lo inservible e inflamable que hubiera sobrevivido al año, En el centro de la hoguera clavábamos una larga vara de la cual colgaría el muñeco que representaría al más odiado; el muñeco en cuestión siempre era el tío Sam. Digo representaría puesto que ninguno de nosotros estaba dispuesto a sacrificar alguno de los símbolos americanos que poseíamos, por más imitación que fueran, para darle algo de credibilidad al linchamiento, por lo que vi arder al hombre de paja siempre vistiendo guayaberas viejas. Nuestro nerviosismo, al ver como se alzaban las flamas, hacía surgir eufóricos gritos contra el enemigo yanqui, un enemigo inculcado por el rencor de nuestros padres, los cuales a su vez habían sido emborrachados por discursos políticos llenos de alegorías justificadoras sobre nuestro estado de desarrollo; juego fácil el de echarle la culpa al enemigo imperialista de nuestra eterna crisis. Nuestra vehemencia, llena de criolla testosterona, nos hacía bailar como posesos enrrededor de las llamas. Irónicamente dentro de nuestras mentes se visualizaba toda esa fuerza en la figura de Rocky subiendo las eternas escaleras del museo de arte de Filadelfia.
Han pasado muchos años desde entonces, y ahora desde la fría Europa, vuelve a mí por momentos la imagen de aquella euforia contagiosa. Aunque la actitud prepotente del imperio americano no ha variado sustancialmente, no puedo permitirme ahora aceptar otra generalización, el peso de mi conciencia me obliga a rechazarla.
El cliché de que todos los americanos son imbéciles y la facilidad con que se descalifica, como si fuera fruto del mal todo lo que proviene de ese país, me parece un complot barato al que lamentablemente se suman muchos intelectuales que le hacen un flaco favor a la verdad, puesto que aunque soy consciente del problema americano y siento la misma repugnancia que vosotros ante los bombardeos humanitarios y las torturas de Abu Gharaib, creo necesario aplicar el mayor celo posible a la interpretación; aquí no se trata de una lucha contra una cultura, sino de una lucha contra una política.
No podemos posicionarnos del lado populista de Michael Moore (Fahrenheit 9/11), que nos muestra una sociedad de imbéciles blancos que en nombre del miedo se matan unos a otros con su arsenal casero.
No frivolicemos, es indecente buscar el espectáculo sacrificando la verdad.
No creo en Bush, ni en la versión edulcorada que es Kerry; el poder en América lo tienen los neoconservadores, tanto del lado demócrata como del republicano, por lo que no cabe esperar grandes cambios después del dos de Noviembre.
El Bush Bashing (vapuleando a Busch) que mantienen el Vanity Fair o la mordaz columna de Maureen Down (New York Times), con sus respectivas réplicas republicanas de Charles Krauthammer (Washington Post), por mencionar algunos, ha abierto una guerra sin escrúpulos entre periodistas y escritores de uno u otro candidato, desfavoreciendo la opinión que tiene el mundo sobre el pueblo americano.
No todos los americanos son patrioteros, ni viven todos en Wisconsin, Ohio ó Nebraska, por mencionar algo de la América profunda, y tengo la completa seguridad que ni en los sitios mencionados piensan todos igual; la identidad de Estados Unidos late con más fuerza en sus ciudades donde la pluralidad de ideas es palpable; ¿o es que Nueva York no es una de las ciudades del mundo donde se rinde más culto a la individualidad?, ¿acaso Woody Allen nació en Bruselas?. Encuentro nefasta la negación de una cultura americana con voz propia y con la suficiente capacidad autocrítica para reconocer los fallos de su propia civilización; literatos como Susan Sontag o Paul Auster, lo demuestran, sin necesidad de caer en demagogias.
La denuncia de la estupidez americana no nos puede dar carta libre para caer en el absurdo.
Han pasado muchos años desde entonces, y ahora desde la fría Europa, vuelve a mí por momentos la imagen de aquella euforia contagiosa. Aunque la actitud prepotente del imperio americano no ha variado sustancialmente, no puedo permitirme ahora aceptar otra generalización, el peso de mi conciencia me obliga a rechazarla.
El cliché de que todos los americanos son imbéciles y la facilidad con que se descalifica, como si fuera fruto del mal todo lo que proviene de ese país, me parece un complot barato al que lamentablemente se suman muchos intelectuales que le hacen un flaco favor a la verdad, puesto que aunque soy consciente del problema americano y siento la misma repugnancia que vosotros ante los bombardeos humanitarios y las torturas de Abu Gharaib, creo necesario aplicar el mayor celo posible a la interpretación; aquí no se trata de una lucha contra una cultura, sino de una lucha contra una política.
No podemos posicionarnos del lado populista de Michael Moore (Fahrenheit 9/11), que nos muestra una sociedad de imbéciles blancos que en nombre del miedo se matan unos a otros con su arsenal casero.
No frivolicemos, es indecente buscar el espectáculo sacrificando la verdad.
No creo en Bush, ni en la versión edulcorada que es Kerry; el poder en América lo tienen los neoconservadores, tanto del lado demócrata como del republicano, por lo que no cabe esperar grandes cambios después del dos de Noviembre.
El Bush Bashing (vapuleando a Busch) que mantienen el Vanity Fair o la mordaz columna de Maureen Down (New York Times), con sus respectivas réplicas republicanas de Charles Krauthammer (Washington Post), por mencionar algunos, ha abierto una guerra sin escrúpulos entre periodistas y escritores de uno u otro candidato, desfavoreciendo la opinión que tiene el mundo sobre el pueblo americano.
No todos los americanos son patrioteros, ni viven todos en Wisconsin, Ohio ó Nebraska, por mencionar algo de la América profunda, y tengo la completa seguridad que ni en los sitios mencionados piensan todos igual; la identidad de Estados Unidos late con más fuerza en sus ciudades donde la pluralidad de ideas es palpable; ¿o es que Nueva York no es una de las ciudades del mundo donde se rinde más culto a la individualidad?, ¿acaso Woody Allen nació en Bruselas?. Encuentro nefasta la negación de una cultura americana con voz propia y con la suficiente capacidad autocrítica para reconocer los fallos de su propia civilización; literatos como Susan Sontag o Paul Auster, lo demuestran, sin necesidad de caer en demagogias.
La denuncia de la estupidez americana no nos puede dar carta libre para caer en el absurdo.
Jorge Maruejouls
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