La Boquería

         
 
         Ignorando la fealdad con que la Boquería rompe la hegemonía de las calles adyacentes a la Rambla, le entusiasmó divisar aquella estructura metálica. Había descubierto ese lugar un día que hizo compañía a Dani en un documental fotográfico para “La Vanguardia”. Desde entonces, tanto él como su amigo recorrían habitualmente esa zona de Barcelona. Cerró su vieja chaqueta recreándose con su rugoso tacto, como quien comparte un estado de ánimo. Con un andar lento pero decidido, se iba convirtiendo en una esponja que absorbía olores, colores y sonidos, un éxtasis receptivo en que todo gozaba de un alboroto estético. Se sentía tan pleno dentro de aquel mercado que lo comparaba con un gran núcleo de energía; un frenesí sensorial que invadía cada molécula de su cuerpo.
Lo que más buscaba eran los olores, aunque también estaban los colores y no sólo en los alimentos. Se maravillaba con las cantidades indigestas de emigrantes que abarrotaban el mercado en busca de buenos precios o mercancías ajenas a lo mediterráneo. La Boquería se había tenido que adaptar a esas nuevas demandas trayendo toda suerte de frutas y especias, algunas totalmente desconocidas para los comerciantes, obligándolos a ponerse rápidamente al día sobre la maduración de unas y el color necesario para otras. Cómo olían esos condimentos; según se había informado en su mayoría procedían de Sudamérica. No podía evitar aproximar impúdicamente sus fosas nasales a una especia de carmesí abusivo y textura de compota. Desprendía un olor que maravillaba sus sentidos y agudizaba sus glándulas salivales. Aunque el dependiente boliviano, acostumbrado a su extasiada expresión, lo había alentado en más de una ocasión a comprar “Ají amarillo”, nombre que demostraba la testarudez de su daltoniano creador, nunca consiguió convencerlo. Marc siempre le respondía amablemente intentando alargar su conversación para poder observar pausadamente, esas facciones indias que le resultaban tan interesantes. El grueso cabello azabache que cubría su cabeza tenía más que ver con el pelo que tienen los hombres en algunas partes pudendas, erguido como huyendo de sus pensamientos se separaba de su cuero cabelludo brillando aceitosamente. Su nariz era de un achatado moldeado por los golpes y tras sus toscos labios mal disimulados por su vellosidad, aparecía una dentadura amarillenta que la cubierta de oro de uno de sus incisivos no disimulaba. Lo mejor que tenía este personaje eran sus ojos, achinados, pero con el suficiente magnetismo para entrever lo interesante que podía resultar su interior. Pero Marc, poniendo a prueba la paciencia de aquel indio, nunca se atrevió a comprar el “Ají Amarillo”. No se arriesgaba debido a que desconocía la preparación de los platos que lo llevaban, temía que el resultado rompiera su magia. Estaba seguro que si se dedicaba a escribir algunas líneas sobre ese lugar el resultado sería más que satisfactorio, pero no quería hacerlo, el mercado era una exquisitez que se reservaba para él.
Tras estos paseos por la Boquería se sentía tremendamente agotado, algo contradictorio al saber que consideraba aquel lugar como una fuente de energía, cuestión que él, con su natural lógica, comparaba con una gran comida que tras ingerirla se tiene que digerir. Inmerso en la nada caminaba sin ninguna dirección, aunque le dolían los pies y su garganta se mostraba resentida por la gélida cerveza consumida momentos antes. Se esforzaba en seguir su paseo para que el revoltijo de sensaciones hiciera patria en pensamientos inconscientes, sosegado estado de levedad al cual recorría habitualmente para satisfacer el libre albedrío que exigía su caprichosa mente. Al cabo de unos minutos giró por una calle menor en donde el tránsito de individuos se hacía más copioso; se palpaba una pasividad en sus andares propia de quienes no poseen destino. Se detuvo un momento ante una barbería. Tras el escaparate se podía ver, sobre asientos de caduco diseño, cómo peinaban a dos hindúes mientras otros cuatro esperaban su turno fumando unos cigarrillos liados. Alzó la mirada en un acto reflejo y leyó en el mugroso letrero “Peluquería Nasir”. El nombre no le decía nada, pero estaba seguro de que ya la había visto, y giró su rostro hacia el camino recorrido, comprobando que en su campo de visión se observaban dos peluquerías de idénticas formas y clientelas. Con una sonrisa curiosa reinició su paseo, pero ahora sin perderse detalle. Era cada vez más evidente que se encontraba en un barrio marginal, algunos emigrantes aburridos se cruzaban con él, otros se mantenían apostados en las esquinas con la mirada puesta en la nada, vacío que, aunque falto de esperanzas, era carente de angustia. Desilusión agradecida ante el lugar que reservaba el primer mundo a sus desheredados. Ahora, aparte de las peluquerías, también proliferaban con idéntica similitud tiendas de comestibles de factura extranjera y locutorios cargados con imágenes de cantantes y actores de Bollywood. Se percibía que la clientela que visitaba estos establecimientos más que abastecerse de suministros o poner conferencias telefónicas, buscaban encontrarse con gente de su misma cultura.
Negando su cansancio Marc seguía adelante, pero algo cambiaba según continuaba avanzando. Reconoció en el rostro de las personas un grado de agresividad que le empezó a perturbar, luego como salidas de la nada, le fueron cortando el camino putas de actitud decidida, las cuales reconocieron en él a un intruso que nada tenía que ver con la clientela que frecuentaba esos lares. Mientras macarras de insustancial mirar lo observaban todo. Podía reconocer en aquellas putas los moretones de sus últimos clientes o aún peor, de aquellos proxenetas de policíaca expectación. Más de una, al observar la profunda mirada del escritor, descubrió lo fingida que era su indiferencia confundiendo esa pose con la aprensión de un purista; por lo que empezaron a increparlo llamándolo maricón unas y otras lanzado gargajos a su paso mientras esgrimían gestos obscenos o maldiciones en idiomas ajenos. Según avanzaba, nuevas rameras le increpaban aún con más rabia por desconocer el motivo del alboroto. Ahora los macarras con los que se cruzaba habían cambiado su postura y se mostraban amenazantes. Manteniéndose lo bastante tenso para empezar a correr cuando fuera necesario, logró salir a una calle abierta donde la gente paseaba ajena a lo que se cocía a tan sólo unos metros. Se giró y, desde la distancia, observó de nuevo aquella maraña de gentuza arrepintiéndose de no haber podido pasar inadvertido y renegó de lo arriesgado que sería volver sobre sus pasos. Daba por seguro que su mirada, influenciada por los nervios, no había sabido absorber todo el cúmulo de historias que gritaban esos rostros, historias que seguro no le hubiera costado trabajo dibujar con palabras.
Se tomó una cerveza en el primer bar que encontró y, aunque su garganta se quejó ahora con mayor fuerza, la ignoró. Había sido un gran día. Daniel, que según supo por una llamada se encontraba en la zona, se reunió con él:
-¿Has tomado buenas fotos?
-Nada, un desierto. Tienes mala cara –a lo que Marc respondió con la descripción de las sensaciones que había tenido en aquella calle. Pero cuando empezó a reconocer el brillo en los ojos de su amigo, se apresuró a exagerar el peligro de la empresa que se adivinaba en las pupilas del fotógrafo. Éste, más convencido por la falta de luz que por el temor de su amigo, fue a buscar consuelo en otra cerveza, mientras Marc revisaba las fotos en la pantalla digital. En verdad eran bastante malas, pero una llamó su atención. Al volver Dani con la cerveza, un gemido desde la entrada ahogó la pregunta que salía de sus labios.
Un hombre no había calculado bien la distancia que lo separaba de los escalones, precipitándose al suelo con tan mala suerte que apoyó su mano sobre un cristal que había pasado desapercibido hasta ese momento. Las personas de las mesas más próximas se acercaron rápidamente para ayudarlo a incorporarse, pero cuando descubrieron que sangraba por una mano, casi todos abandonaron su intento. Sólo dos mujeres lo auxiliaron, aunque sus rostros delataban la misma simbiosis de asco y miedo que los que habían reculado. Ante esta escena, en la servilleta de papel que había en la mesa Marc escribió:

Sangre, líquido que en otros tiempos despertaba sentimientos mutuos, rojo espejo de todos los alientos. La gente de ahora, sólo ve en ella el medio con el cual contraer todo tipo de enfermedades incurables. Lo que antes era la esencia de la vida, se ha convertido en un viscoso conducto hacia la muerte.

Texto extraído de la novela inédita “No tienes porque hacerlo”


Jorge Maruejouls

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