Lo que le llamó la
atención fue que calzara unas bambas modernas como las que suelen llevar las
jóvenes. La manera en que se ajustaban a sus delgados tobillos le entusiasmó,
era como si en aquel detalle viera una puerta a una perdición deseada
íntimamente. ¿Quién controla el deseo cuando la ilusión por algo nuevo nace sin
pedir permiso, intentando arrastrarte mediante la imaginación hacia algo tan
volátil como la libertad? Pero allí estaba ella, pensativa, con una mirada que
le hacía aparentar un misterio que con seguridad no poseía. Todo es maravilloso
cuando no sale de la ficción, la verdad es casi siempre detestable por su cruel
banalidad. Sería fantástico que solo nos alimentáramos de sueños pero hemos
heredado la fatal necesidad de los chimpancés de palparlo todo, desenmascarando
nuestras ilusiones con la certeza de la simplicidad. Sólo hace falta un timbre
de voz erróneo para arrastrarnos de nuevo a la realidad de la vulgaridad
humana.
Como adivinando las
cavilaciones del escritor, se marchó en silencio evitando cualquier muestra que
rompiera su buen sabor de boca. Tras la oportuna huida de su esporádica musa, se
sintió inquieto. Últimamente se ponía nervioso ante la gente. Aunque no le
importaba lo más mínimo, no podía evitar ser consciente de sus actos y seguir
sus conversaciones. Sofocado intentaba evadirse en la lectura de su libro, pero
la mujer de al lado se quitó el abrigo. A la que estaban retocando empezó a criticar
el peinado hecho el mes pasado. La muchacha que barría se miró el reloj con desgano.
Todo era absorbido por su mente menos en lo que quería centrarse. Esas
informaciones entraban en él de manera simultánea, dejando la lectura en un
segundo plano, donde las palabras del maestro Vargas Llosa flotaban
entreteniendo su subconsciente.
Siempre tenía que levantar
la mirada para observarla. Este proceder la había hecho poseedora de una falsa
altura, malentendido que sus ojos no habían querido desenmascarar cuando han
tenido la oportunidad. Como la mayoría de pelirrojas es excesivamente blanca,
si no fuera por su perseverante sonrisa su semblante tendría la aureola de las
mujeres de Poe. Con frecuencia comete la estupidez de modificar el carmesí de
su melena mediante ocres de moda, falta de gusto que le añade algunos años.
Aunque nunca ha tocado su piel sabe que es tersa, suavidad por seguro
conseguida mediante el lustre constante con cremas oleosas y panaceas
aromáticas. La humedad de sus manos despierta ambiguamente la sensualidad de su
cuerpo, que sin desperezarse deja que su mente se alimente de sus propias
imaginaciones, las cuales se consumen en la hirviente visión de la cúpula
rosácea de sus tornados senos, donde de una manera impúdica se le muestran
erguidos los pezones.
Presiona las pupilas
con sus párpados para sacudirse la imagen que le ha hecho sudar. Desde su
asiento mira cómo su víctima continúa su quehacer ajena a la perversión de sus
pensamientos; pero entonces se detiene y con una sonrisa en la que se trasluce
complicidad se acerca a lavarle la cabeza, lo hace de una manera mecánica, no
quiere que ese acto se convierta en la antesala del placer que le va a brindar.
Utiliza agua fría para evitar que su predisposición al gozo estropee sus planes.
Es tan obvio el ritual que no se inmuta ante la evidencia de sus actos, todo
está bajo las claves de un guión no escrito.
Después de lavarle el
cabello lo dirige con la mirada a otra silla, mientras le sigue en silencio. Puede
sentir cómo sus ojos recorren su espalda. -No debí haberme puesto la camisa que
llevo, es muy apretada y delata la dejadez de mi cuerpo- reflexión que pasa sin
calar en él. Al sentarse de nuevo le desabrocha dos botones de la camisa. Sabe
que no empezará con él hasta que todos se hayan ido, lo suyo necesita del
silencio y la soledad, sólo entonces nota cómo la yema de sus dedos empieza a
tocar su cabeza. Aunque conoce a la perfección la forma de su cráneo siempre
sigue la misma secuencia
-como si fuera la primera vez que lo palpara-,
para que luego la pulpa de sus dedos comiencen la danza que jugará con las
fibras de sus sentidos. Baja sus manos para apretar obsesivamente su cuello,
como quién pretende fundirse en las arremetidas de un amante. Luego, con sus artes,
atrapa sus apelmazados nervios en la base, guiándolos por la carretera de las
cervicales los conduce hasta su cabeza, que se emborracha con la sensibilidad
que la envuelve, convirtiéndola en un enorme glande que la peluquera no deja de
colmar de sensaciones. Luego, de nuevo, lo relaja, proceso totalmente necesaria
para no romper las reglas de la ambigüedad.
Hacía tiempo que
conservaba a la misma joven de aprendiz y por la naturalidad con que le mencionaba
los nombres de amigos y familiares, demostraba que se había convertido en su
confidente. Marc podía adivinar en los ojos de la muchacha la admiración que
sentía por su jefa, una admiración no exenta de un cierto recelo, que por
seguro aplicaba a todas sus relaciones personales. La perorata insaciable de la
mayoría de las clientas y las rápidas respuestas prefabricadas de la muchacha
disimulaban lo silencioso de su carácter, aunque bastaron pocos deslices del
mismo para regalar el descubrimiento de que esta manera de ser no encerraba
inteligencia como suele ocurrir, sino por el contrario una concienzuda
ingenuidad. Con fingida naturalidad Marc provocaba deslices para husmear en
busca de la fuente de su recelo, dando por seguro que éste no era algo
inherente a su forma de ser.
Cuéntame que te pasó
-parecía pedirle con la mirada. -Una noche siendo niña alguien en quien confiabas
te leyó un cuento en la cama y tus suplicas para que dejara de tocarte se
ahogaron en tu vergüenza ¿Lo recuerdas? ¿Fue eso? Imposible, a ti nunca te
contaron cuentos, como tampoco a tus padres. Esas cosas se notan. Tal vez te
enamoraste por primera vez de la persona equivocada, abriendo tu cuerpo a un
indeseable que luego te engañó. La vaga forma que se intuye tras la bata parece
negarlo.
¿Dónde viste el mal? ¿Qué cara tenía ese demonio?
¿Qué fue lo que te hizo? ¿Por qué no me lo cuentas?
Mientras observaba
disimuladamente el reflejo de la muchacha en el espejo, una voz lo arrancó de
sus divagaciones.-Marc, ya estas- dijo la peluquera con un tono en el que
nuestro amigo creyó reconocer cierta celosía.
Texto extraído de la novela inédita "No tienes porque hacerlo"
Jorge Maruejouls
@jorgemaruejouls Gracias Jorge, me recordó "el marido de la peluquera"
— ♫♬Angélica Pérez (@ballesterada) diciembre 31, 2013
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